EVA, PONME UN CAFÉ QUE TENGO PRISA.
Entre semana le pedía pocas cosas al día. La rutina que seguía no aceleraba el crecimiento de las canas. Volvía a estar a gusto desde que había vuelto al Prat. Las mañanas en que no se preparaba el desayuno en casa, le gustaba pasarse por el bar de Eva. Procuraba sentarse siempre en el mismo taburete, en la mesa redonda que estaba frente a la barra y pegada a la ventana. Si el cielo estaba despejado, el sol le calentaba. No le hacía falta el vino. Pedía siempre lo mismo: tortilla de dos huevos al plato, medio aguacate y tomate del fill del Bien Peinado. Todo salpicado por un puñadito de sal y una lluvia de aceite de oliva. Para beber, un zumo de naranja natural. Las aceitunas era un detalle de la casa que ayudaban a amortiguar la espera. Eva sabía cuál era la respuesta, pero aún así le formulaba siempre la misma pregunta:
-¿Café?
-Eva, esa cafetera escupe un gargajo. ¿Cuándo traerás CAFÉ?
-Pa-cien-cia.
Pero estaba empezando a perderla desde el día en que alguien compartió su rutina. Le estaba robando el tiempo, su tiempo. El silencio, su silencio. La riqueza de aquel momento. Entraba y si le veía…
-Eva, ponme un café que tengo prisa.